Hace unos meses, mi esposa y yo viajamos a Venezuela y experimentamos la paranoia. Al regresar, les dije al personal de la aerolínea, que con una cuerda de la guitarra que metí en cabina hubiese podido ahorcar a alguien si esa fuera mi intención, después de todo, por más que nos quiten, siempre se pueden inventar chuzos con lo que sea. También nos llevamos al gato, pero ese es otro cuento para otro momento.
El problema está en que no piensan más allá de la caja. El próximo ataque terrorista no tendrá aviones, pues igual entrenan koalas asesinos con metralletas láser. Lo que quiero decir es que poco hace el que se compra un extinguidor después de que se le quema la casa. Eso no te garantiza nada, pues habrá que ver qué ocasionó el incendio, y comprobar ahora si la casa está protegida contra ladrones, tifones, cadenas presidenciales... esas cosas. Disculpen el rollo sermón.
Mi solución a la pesadilla aeroportuaria: modificar aviones con 2 nuevas carácterísticas. La primera, una entrada aparte para los pilotos, es decir, que no haya forma de comunicar la cabina de mando con el resto del avión. Amplíenles el espacio si hace falta, pero no ponga puerticas ni cortinitas. La segunda: así como tienen las mascarillas de oxígeno para casos de descompresión (y escenas espeluznantes de la gran pantalla), pongan unos rociadores de gas adormecedor y punto. Si algún pasajero se levanta de su asiento con ganas de jihadear, duermen a tutilimundachi y aterrizan sanos y salvos, con el susodicho en cuestión en bandeja para ser apresado, interrogado, torturado, etc. Las aerolíneas sólo tendrían que hacernos firmar una autorización de dormirnos en caso de peligro extremo para que luego no los demandáramos o lo que sea. Yo firmaría. Sería el punto final a la tocadera de pelotas y cada quien podría subir al avión con lo que le diese la gana, dentro de lo razonable, claro.
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